Civilisiados linchadores

Angel-Della-Valle-La-vuelta-del-malon

Por Ricardo Tasquer :: @Ricardo_blogger

Cumplía cuatro años la última dictadura en 1980 cuando Charly García, didáctico, le explicaba a Alicia como en este país cada quién cumplía su rol: “el trabalenguas traba lenguas, el asesino te asesina…”. Aunque la tragedia recorriera el asfalto y los caminos polvorientos, aunque el asesino fuera el Estado mismo, la complacencia o indolencia –elijan según preferencia– con que una porción importante de la sociedad había transcurrido su vida desde marzo de 1976 encontraba parte de su razón en la tranquilidad que otorga ese hecho: que cada quien cumpliera el rol que en el imaginario le había sido encomendado. El Estado podía asesinar porque se trataban de “elementos” subversivos. La deshumanización. Lo no-humano que atentaba contra los consensos de una sociedad derecha y humana. El chorro y el vecino ahora.

Un fantasma recorre las últimas crónicas televisivas, periodísticas, las conversaciones casuales en el trabajo, en los medios de transporte. ¿El fantasma de una sociedad civil que toma la Justicia por mano propia? ¿El fantasma de un Estado ausente, que se descose por abajo? ¿El fantasma de los índices de criminalidad que se dispararon como nunca antes? Los linchamientos de (supuestos o no) delincuentes toman por asalto la agenda. Los debates a los que pudimos asistir no quiebran la lógica de anteriores tratamientos mediáticos: ¿está harta la sociedad? Si la respuesta es afirmativa (siempre lo es), ¿está bien o mal que los vecinos, ciudadanos honrados, reaccionen? ¿Es disculpable, es lícito, es comprensible? Hay quienes –dirigentes importantes– consideran que sí, más preocupados por cargar culpas en el gobierno que en asumir responsablemente el asunto. Existen olas sobre las cuales no hay que montarse. Lucrar con el dolor, con la muerte, es un tópico recurrente de la lucha política aquí y en los países serios como Chile o la República Galáctica. Otras preguntas: ¿es un fenómeno nuevo? ¿Es un fenómeno, siquiera? Por la repercusión deberíamos inclinarnos a responder a estas últimas con dos rotundos sí. Eso, claro, apelando a la memoria selectiva. O a la desmemoria ansiolítica. Porque linchamientos, violencia, asesinatos en turba hubieron y habrán. ¿Disculpa eso al Estado? Por supuesto que no. Cualquier politólogo sueco amigo de Mario Wainfeld puede aleccionarnos sobre la relación histórica entre violencia y desigualidad, entre criminalidad y crisis económica. ¿Son suficientes estas explicaciones? Tampoco, y debería ser claro para cualquiera que apelara a un mínimo de honestidad intelectual. ¿Entonces? Si sabemos que en las villas de emergencia, en los barrios pobres, periféricos, siempre estuvieron presentes hechos similares, ¿por qué no lo incorporamos al combo de análisis? Si sabemos que cualquier crónica policial veraniega no está completa sin una golpiza de o entre rugbiers, a la salida de un boliche, ¿por qué no incorporamos esa información al debate actual? Porque en ambos casos los hechos no salen de un curso normal, esperable y, como tal, hasta tranquilizador. Cada quien cumple su rol: el reloj marca las horas y los pobres se matan entre sí, el sol sale por el Este y los rugbiers cargados de testosterona y alcohol mandan a desprevenidos al hospital. En los casos más tristes aun, al cementerio.

¿Falta Estado? Siempre. ¿El rol irresponsable de medios y dirigentes políticos, como en el no-debate sobre el proyecto de Código Penal? También. A razón de la sedición policial de diciembre, se advertía el mayor espacio que el discurso derechista y xenófobo ocuparía en nuestra sociedad. Pero no son tampoco suficientes para aproximarnos a la problemática que ocupa el centro de la agenda hoy. ¿Por qué entonces la agitación actual, el estado de alerta y movilización alrededor del tópico? Porque en este caso los linchamientos comprometen al que en el imaginario social es el corazón mismo de esta sociedad. Porque ocurrieron en Rosario, en la Ciudad de Buenos Aires y, sobre todo, porque ocurrieron en los barrios civilizados de la sobreanalizada clase media. Es la clase media asistiendo al horror de reconocer que el monstruo también habita en ella. Es asumir que pueden convertirse en verdugo sin más. Nada menos tranquilizador, y de allí la efectividad de algunos cuentos populares, de algunas leyendas urbanas. No podemos intentar comprender entonces el fenómeno si no incorporamos al análisis el componente clasista que implica, en la reacción hacia el afuera (los chorros a los que hay que linchar) y en la negación hacia el adentro (el horror ante la confrontación). Es una sociedad civilizada que evita, racionalizando, reconocerse como civilisiada.

Deja un comentario