SÍNODO VATICANO

 

Las Lagrimas de San Pedro 2

Por Fabián Ludueña Romandini* :: @Thelonious2010

 

En atención a un “joyful man

I.

Escribir sobre la Iglesia desde la perspectiva de una práctica filosófica ajena a ella implica considerar que la predicación apostólica eclesial no afecta solamente la vida de los católicos sino que, como institución política, presenta la vocación de operar, como un actor muy particular, en el espacio público del orden geopolítico a escala planetaria. Reconocer esta acción de la Iglesia, desde luego, no implica aceptar su dogmática teológica sino analizar su pastoral como forma de intervención socio-cultural que debe ser sometida al escrutinio también por parte de quienes reivindicamos posiciones propias del republicanismo laico. Alguna vez la Iglesia cristiana, en sus orígenes, supo tener una mezcla de prácticas democráticas asociadas con el marco de las figuras políticas propias del Imperio. Hoy en día, los concilios y sínodos conservan, de manera arqueológica, algunos restos de ese pasado. Se asiste, por estos días, al Sínodo de la Familia en Roma. Como sabemos, los sínodos no cambian los dogmas, sólo tienen un papel consultivo para asesorar al Sumo Pontífice. De todas formas reflejan, por su misma naturaleza, un estado del debate dentro del seno de la Iglesia católica.

En el pasado de Occidente la institución eclesiástica constituyó, con una cuota concomitante de barbarie, un motor civilizacional incomparable que modeló el mundo durante, por lo menos, más de un milenio. Desde el período de las revoluciones modernas, la Iglesia ha ido desacelerando, paulatinamente, su carácter de creadora de ecosistemas culturales para transformarse en un instrumento de mera conservación de dogmas diseñados para coyunturas pasadas que nada tenían que ver con los nuevos tiempos de la ciencia y la política que los Modernos traían a la palestra pública. De este modo, se convirtió en un instrumento de la retaguardia cultural a la zaga de las imparables transformaciones del capitalismo triunfante (al que, paradójicamente, había contribuido a crear).

Alejada de toda audacia cultural, la Iglesia disoció las problemáticas del cuerpo y la familia propias de una sociedad del bajo medioevo para transportarlas a una cultura hipermoderna cuya metafísica política responde a las demandas de una ciencia positiva para la cual los cuerpos y los deseos revisten una significación completamente nueva. Desde este punto de vista, el anacronismo político de la Iglesia contemporánea en su faz de ortodoxia institucional es la base de su conservadurismo intrínseco, construido sobre la base de un espíritu anti-moderno explícito. Los Estados, por lo tanto, que han construido sus políticas sociales y de derecho de la familia con relativa independencia de las exigencias eclesiásticas, simplemente han intentado responder al desiderátum con el que fueron creados. Igualdad de derechos para las mujeres, divorcio, uniones de hecho, matrimonio homosexual son algunas de las últimas consecuencias ineluctables de la ética moderna laica.

Desde este punto de vista, el actual Sínodo de la Familia no reviste ninguna importancia como motor de la mutación social. Como hace siglos ya, la Iglesia se limita, en el mejor de los casos, a ratificar simbólicamente los cambios de una cultura cuya aceleración no puede ni detener ni comprender. Con todo, ciertos gestos de apertura, por lo demás bastante tibios, que el actual Sínodo de la Familia ha mostrado, resultan interesantes respecto del estado de la cultura global que impacta sobre los fieles de la Iglesia católica. Se puede ver con claridad que la Iglesia ya no genera ningún cambio social sino que simplemente se adapta, y aún así de modo harto deficiente, a las transformaciones que ya se han producido, fuera de su seno, en el mundo. De todos los temas en juego en el sínodo (que, por definición, como recordábamos, no tendrá ningún impacto sobre los dogmas), nos detendremos un momento sobre el papel de las diversidades sexuales en general y de los homosexuales en particular para la concepción de la Iglesia.

El movimiento de la historia ha apuntado, desde la primera década del siglo XXI, hacia el reconocimiento del matrimonio de parejas del mismo sexo. El nuevo curso parece ineluctable y, aunque tome aún mucho más tiempo, su extensión a escala de los principales países laicos de Occidente resulta inevitable. Desde luego, las luchas por los derechos de individuos y parejas LGBTIQ a escala global continúa pues el acoso cotidiano y, por supuesto, hasta el asesinato por la condición sexual son amenazas permanentes que pueden hallarse, con coyunturas completamente disímiles, en distintos países del globo. Insistimos, por lo tanto, en el carácter sin tregua de la acción de los activistas y organizaciones que deben hacer frente a situaciones que van desde los países con leyes criminales contra la diversidad sexual hasta condiciones de severas injurias cotidianas para lo integrantes de las minorías LGBTIQ en los países desarrollados.

No obstante, reconociendo todo esto, aquí queremos adoptar una perspectiva anclada sobre una visión respecto del devenir macrohistórico en su dirección moderna. Este vector apunta, sin duda, hacia un logro del reconocimiento universal de los derechos LGBTIQ, por lo menos, en todo el mundo occidental y más allá (con variantes y matices, desde luego, que no podemos analizar aquí). La primera relatio post disceptationem que da cuenta de los resultados de la primera discusión del Sínodo de la Familia revela ya las fisuras de una Iglesia en cuyo seno habitan facciones políticas deseosas, simplemente, de que la Iglesia reconozca simbólicamente algunos cambios presentes en un mundo cultural al que ya no podrá revertir. El realismo político puede ser también un síntoma de la impotencia ante cambios que no sólo no surgieron desde el núcleo de una institución sino que también amenazan su capital simbólico. Sin duda, el ala conservadora hará de las primeras declaraciones una muestra de optimismo que será luego, una vez más, enfriado considerablemente. Así son los tiempos eclesiásticos y las normas de la política vaticana. Sin embargo, la fisura ya se ha producido y las disputas internas están a la vista. No es imposible prever cómo, en el futuro, la grieta se agrandará inexorablemente hasta que la Iglesia se vea forzada a admitir de derecho lo que ya ocurre de hecho (o también de derecho) en muchos países laicos, esto es, que la pastoral eclesiástica ya no puede regular la familia moderna o la sexualidad humana sino simplemente adaptarse a lo que los Estados laicos han propiciado en su seno a partir de las olas culturales dominantes.

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II.

Pero la Iglesia, que durante siglos modeló las formas de la sexualidad y la familia, no es la única y ni siquiera la principal afectada por los cambios epocales. Más interesante que la propia Iglesia resulta el hecho de pensar cómo estos cambios sociales están afectando, desde ahora, a los movimientos mismos que los han propiciado. Hay que reconocer que, en política, todo activista está mucho más preparado para la lucha utópica que para el triunfo de su causa. Sin embargo, después de cierto tiempo, la constatación resulta inevitable: la causa LGBTIQ ha tenido éxitos resonantes y, puede predecirse que, sin importar ahora los cálculos temporales, lo que antes se presentaba como una ilusión no sólo ha encontrado un porvenir sino que, con toda probabilidad, se asegurará un futuro en el nuevo orden mundial. Dicho futuro dependerá, como siempre, de los avatares de la política (hecha de avances y retrocesos) pero el vector general seguirá siendo favorable, estimamos, a las demandas de las minorías sexuales a menos que, desastres ecosistémicos o catástrofes políticas (que nunca pueden excluirse), conduzcan al mundo hacia una nueva edad oscura.

Jean Genet en una carta a Jean-Paul Sartre sostenía que la homosexualidad era una negativa a continuar el mundo. El enunciado reflejaba, sin duda, una forma de percepción política que la propia teoría queer, de algún modo, hizo luego suya con los matices académicos del caso. La homosexualidad (como primera manifestación de diversidades sexuales aún más complejas) devendría una de las formas por excelencia de los márgenes políticos, lo que equivale a decir de la vanguardia histórica. El outcast sexualmente diverso podía imaginarse, en su misma exclusión, como portador de una acción contestataria respecto de la sociedad y, a fortiori, como encarnación de una forma de vida potencialmente disruptiva e innovadora. El nuevo rumbo de la historia propone, en cambio, una incómoda situación para los activistas y teóricos (no todos, cabe aclararlo, aunque sí mayoritarios) que adscriben la visión de la diversidad sexual como vanguardia cultural y política. El triunfo político en curso a escala global corre el albur de restarle todo potencial de innovación desde los márgenes o desde la radicalidad a todo el movimiento de la diversidad sexual.

¿Están los homosexuales, por sólo citar un ejemplo, preparados para el éxito cultural y político del matrimonio igualitario y de los nuevos derechos de familia? Ingenuo sería pensar que el problema afecta sólo a quienes desean casarse. En absoluto. La igualdad ante el matrimonio jurídico hace que, ipso facto, toda la comunidad homosexual (incluidos sus miembros refractarios al matrimonio) se vean modificados en su situación de hecho y de derecho. Cualquier propuesta de diversidad sexual ahora se inscribe en una respuesta al dispositivo jurídico que, legalmente indiferencia heterosexuales de homosexuales. Mutatis mutandis, cualquier acto de disidencia respecto del modelo matrimonial, no les otorga a los homosexuales ningún rasgo esencialmente diferente del que puede tener un heterosexual que se comporta en contra del canon matrimonial dominante. La amalgama de la igualación jurídica de heterosexuales y homosexuales ante la ley trae aparejados efectos inevitables de igualación política ante las mores de la sociedad. Así visto, un acto de disidencia sexual ya no se diferenciará, en sustancia, por su carácter hetero u homosexual. Nuevas particiones, probablemente, surgirán.

No obstante, resta la cuestión esencial del porvenir: ¿ cómo podrán sobrevivir la militancia y la teoría queer a su triunfo cultural e histórico? ¿Podrán asumir, con la caída del velo de la originalidad política que estos hechos presuponen, su nuevo papel como defensores y ampliadores de derechos ya existentes pero no ya como innovadores culturales de la radicalidad? En otras palabras, ¿están los homosexuales listos para asumir el lado amargo de los triunfos culturales cuando estos comenzaron teniendo los atractivos románticos del margen? Este gesto implicaría una resignación al papel de consolidar, recrear y propulsar el derecho o las costumbres sin asumir el legado, devenido imposible, de ser sus cuestionadores rebeldes intrínsecos.

Algunos dirán que el próximo paso podrá ser el cuestionamiento de muchas figuras del derecho en cuanto tal, comenzando por la del propio matrimonio per se. Esta sería una empresa loable, qué duda cabe, aunque podría hallar mancomunados, en un mismo gesto, a heterosexuales y homosexuales haciendo de esta primigenia partición sexual un accidente dentro de un proyecto político más amplio. Por lo tanto, la opción sexual dejará de ser la cifra de la vanguardia. Esta última, seguramente, se construirá en otros márgenes, con otros actores por el momento completamente inesperados y de una novedad probablemente aún irreconocible para quienes hemos formado nuestras expectativas políticas en el siglo XX (ya culturalmente lejano). Por ello, las coyunturas propias de este Sínodo de la Familia de la Iglesia de Roma no representan, de ningún modo, una mayor o menor mutación cultural, sino tan sólo (pero nada menos que) un signo del comienzo de la despotenciación, en la próxima larga duración, de una las más vitales vanguardias políticas del siglo pasado.

papa-francisco

 

* Doctor en Historia y Civilizaciones (École des Hautes Études en Sciences Sociales), docente universitario e investigador del CONICET.

 

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